En mi cole no había huerto. Mi
cole era de esos en los que prácticamente todo era cemento, hasta donde
alcanzaba la vista. Al menos era cemento pintado de colores; el patio de los
pequeños era verde, y el de los mayores, rojo. No debía ser una elección casual;
más bien parecía una especie de advertencia, como si avisase de que, aunque el
tiempo de recreo fuese el mismo, ojito con adentrarse en aquel territorio de
gigantes donde un balonazo a doscientos kilómetros por hora era lo menos malo
que un tierno infante podía encontrar. En cualquier caso, e independientemente
de colores, como digo, el elemento reinante era el cemento, de ese que saca
chispas de las rodillas infantiles como si fuesen piedras de mechero.
Había muchas otras cosas que
distinguían a mi cole de la mayoría de coles de hoy día. Por ejemplo, en mi
cole tampoco había tobogán, columpios, ni por supuesto juguetes. Había un
bar—cafetería, que hacía las veces de comedor, que haría dudar al mismísimo
Sauron a la hora de adentrarse en sus tinieblas: lo recuerdo como un lugar
oscuro, al que se entraba descendiendo unas alegóricas escaleras, del que
emanaba un sempiterno hedor a fritanga y cuyo plato estrella eran los bocatas
de patatas bravas. Sí, bocatas. De bravas. Seré sincero: yo los recuerdo como
un manjar, pero hoy día probablemente sería causa probable de prisión para
quien sugiriese dar de comer algo así en un colegio.
Más de uno reconocerá esto como típico de un patio de cuando la E.G.B. Pura nutrición saludable.
Este somero ejercicio de
nostalgia no pretende expresar una mirada crítica y dura hacia el pasado. Es
obvio que, si aquella infancia hubiese tenido funestas consecuencias sobre mi
personalidad, no estaría en este momento escribiendo libremente y con cierta
dosis de buen rollo en un blog abierto de una asociación como la AMPA (en mi
cole lo que había era APA, que suena un poco a expresión en euskera; pero
bueno, cuando se empezó a decir “el AMPA” sonaba a familia Corleone, tampoco
nos pongamos exquisitos). Han pasado bastantes años, y los coles han mejorado
sustancialmente. Ahora la mayoría tienen un patio con columpios y toboganes,
con trocitos de suelo acolchados donde las cabezas rebotan, y aunque las
rodillas se siguen rascando, al menos no prenden; y los comedores siguen las
guías nutricionales más estrictas y saludables según las tendencias
nutricionales más contrastadas. Y en algunos, aunque no en todos, hay huerto.
Y llegados a este punto es donde
uno podría ponerse cínico y cuestionar para qué narices sirve un huerto en un colegio
público de barrio, cuando nunca los ha habido antes y nadie los ha reclamado. He
de confesar que a punto estuve yo mismo de pensar eso cuando descubrí el huerto
de Humanista, hasta que me di cuenta de todo lo que un huerto podía ofrecer en
un entorno docente: una oportunidad de relacionarse con la naturaleza en un
entorno urbano, de aprender a trabajar colectivamente, de desarrollar
capacidades de planificación y estrategia, de estimular la paciencia y la
previsión… disponer de un entorno como este pone al alcance de profesores de
cualquier materia y disciplina, un apoyo extra: se puede hablar de conciencia
social, de solidaridad, de nutrición, de ecología y cambio climático… por no
hablar de la posibilidad de que el colegio se autoabastezca durante un
apocalipsis zombie; eso sí es preparar a la juventud.
Por inaudito que parezca, esto también es un patio de colegio. Encontrado de casualidad en este blog donde encontraréis un montón de ejemplos de patios igualmente inauditos.
Parece que los que pertenecemos a
este centro no hablemos de otra cosa que del huerto: pero es que en realidad el
huerto es un símbolo, uno con el que cuesta poco identificarse y que representa
los valores que han hecho que muchos nos decidamos por esta opción educativa
para nuestros hijos. El valor de la originalidad, del esfuerzo colectivo. De
perseguir un proyecto que requiere de la participación de todos para beneficiar
a todos. De establecer lazos entre alumnado, profesores, padres y madres. El
espíritu del proyecto del huerto es el mismo que embebe todas las iniciativas
que he presenciado durante el primer año y un tercio de experiencia: jamás me
imaginé disfrutando de una película, comiendo palomitas, en un aula del colegio
de mi hijo durante una noche de verano; o que despediríamos el curso cenando de sobaquillo, todos los
padres, de todos los cursos, amenizados por una banda de rock en directo. Y la
verdad, es mucho más fácil confiar a tu hijo la mayor parte del día a un equipo
de gente que comparte estas inquietudes, las comprende y permite que exista
esta relación. Es un privilegio que deberíamos, como padres y miembros del
AMPA, tener constantemente presente. Algo así consigue que nos impliquemos y
deseemos formar parte de todo, que aparquemos a un lado las preocupaciones y la
pila de trabajo para invertir un tiempo precioso en escribir unas líneas como
estas y publicarlas en el blog del AMPA, esperando que el resto de padres que
todavía no se han dado cuenta de todo lo que se puede y se está haciendo en el
colegio se percaten de ello. Por mi parte, he decidido empezar a plasmar mis impresiones
en el blog, aportando mi granito de arena para comunicar y hacer partícipes a
todos de los avances que hacen cada día un poco más original y completo el
escenario en el que nuestros hijos e hijas están empezando a ensayar para el
teatro de la vida.
Puede que en nuestros coles no
hubiese huerto, y que ni siquiera sea algo que nos llame la atención
(personalmente todo lo que pueda amenazar mi salud lumbar me inspira cierto
respeto, cuanto menos); pero no podemos negar que es una herramienta magnífica,
versátil y especial. No sé si Humanista Mariner producirá las mejores verduras
de Patraix. Pero de lo que no me cabe duda, es de que va a producir los mejores
recuerdos para nuestros hijos e hijas.
Siempre y cuando, claro está, nos
acordemos de regarlo de vez en cuando.
Carlos
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