Oficios y prejuicios

Finaliza el año, y multitud de actividades del primer trimestre de clases pugnan por subirse al primer puesto en el podio de Grandes Momentos Educativos. Pero sin duda, si hay una que destaca y consigue alzarse con el galardón, es la que nos llevó a algunos padres de Infantil a visitar el aula a lo largo de varios lunes consecutivos, para contar a los niños cuál era nuestro oficio o profesión. Cualquier actividad que implique poder visitar el aula y ser testigo de un día de actividad interna en la clase de los nanos es en sí misma enriquecedora y muy valiosa; pero en este caso, además, proporciona la oportunidad única de ser partícipe de la labor educativa diaria, actuando como un profesor más en el aula, siendo el centro de atención de los alumnos e interactuando con ellos. Una de las cosas que más me importaban a la hora de decidir el colegio era que se permitiese, de cuando en cuando, dar la oportunidad a los padres y madres interesados de participar en actividades de este estilo. Y desde luego, no me he sentido defraudado, más bien al contrario.

Básicamente, la actividad consiste en algo muy simple: presentarse a la clase como un profesional de determinada actividad, y enfrentarse al reto de conseguir que los niños comprendan dicha actividad, algunas características de su día a día, su valor para la sociedad, y en definitiva cualquier otro aspecto que se quiera resaltar. Para cumplir tamaña misión (nada fácil ante un público que puede desde dormirse a mitad explicación, hasta interesarse más por un moco recién sacado, con toda una amplia gama de variantes entre ambos extremos) el padre o madre en cuestión puede ayudarse de cualquier recurso que se le ocurra, desde presentarse con su uniforme de trabajo hasta proyectar imágenes en la pizarra digital, pasando por llevar utensilios y hacer demostraciones prácticas.

En nuestra clase, la iniciativa dio como fruto un compendio de actividades profesionales de lo más variopinta y diverso, lo cual es una muy buena señal de la diversidad de familias, intereses y oficios que pueblan el cole. Por orden cronológico, la ronda la empecé yo mismo, con la difícil tarea de hacer comprender a la muchachada lo que significa ser investigador en biomedicina y profesor de universidad; no es un reto en absoluto fácil, pero tampoco era la primera vez que me disponía a explicar mi profesión ante un público imberbe. Creo que salí del paso bastante bien; entre las fotos del laboratorio y la universidad, y la actividad que les preparé para explicar las vacunas y su relación con el sistema inmunológico con unos simpáticos dibujos para colorear, parece (según encuestas posteriores a pie de parque) que los chavales entendieron que mi profesión era “investigador” (no se sabe bien de qué, pero que investigaba algo, lo tenían claro), o “algo como un médico”. Incluso hubo quien acudió al poco tiempo con renovada valentía a la cita de vacunación en el pediatra, gracias al haber personificado los microbios y “policías” del cuerpo con los dibujitos de clase. Lo considero un éxito a todos los niveles, la verdad… y perteneciendo a un colectivo tan invisible para la sociedad como los científicos (así, en general), no puedo sino agradecer la oportunidad de sembrar la curiosidad en los más jóvenes sobre lo que hacemos los de mi gremio.

Estos son los dibujitos que preparé para utilizar en mi sesión; para los curiosos o interesados en usar la actividad en su casa/clase/club social, pueden leer una explicación detallada que he publicado en mi blog.

La ronda continuó con una combinación de padres policías, uno local y otro nacional (imposible arrebatarles el primer puesto en molonidad, después de plantarse en la clase con sus flamantes uniformes); con un padre abogado, ataviado con toga y simulando un juicio; siguieron una pareja de restauradores, que explicaron la diferencia entre “viejo” y “antiguo” (la gran estrella de la sesión fue un molinillo de café que tenía, según mi propio vástago, por lo menos CIEN AÑOS); un conductor de autobús, al que los alumnos perdonaron que no llevase el vehículo a clase porque les pareció bien lógica la excusa de que “no cabía”; una arquitecta que les enseñó cómo convertir un plano, en un edificio (incluyendo construcción manual de casetas a partir de planos en dos dimensiones; casi nada…) y, para cerrar el ciclo, un padre fisioterapeuta que les aplicó vendajes y les hizo masajes. Una lástima no haber podido cumplir el deseo de la profesora Antonia, que era la participación de una madre cuya profesión fuese “ama de casa” (vocablo seguramente a extinguir, pero que cualquier lector entenderá), con la intención de dignificar una dedicación que sin ser profesión oficialmente da mucho más trabajo y soluciona más problemas que muchas actividades bien reconocidas y remuneradas. Una idea bien chula que sin embargo no llegó a cuajar entre los progenitores y progenitoras, pero bueno, tal vez poco a poco y en futuras ediciones, alguien se anime.


En definitiva, el resultado de la actividad solo puede calificarse de un éxito abrumador; es difícil imaginarse la satisfacción que da el observar cómo cualquier actividad que los adultos realizamos, a ojos de los pequeñajos, es terriblemente interesante y de una relevancia bestial. Ellos están libres de prejuicios, y les parece igual de increíble arreglar un molinillo de cien años, que aplicar un masaje, mirar por un microscopio o dirigir el tráfico. Somos nosotros los que, según crecemos e influidos por lo que nos rodea, establecemos rankings, categorías, y ponemos unas actividades por encima de otras. Cuando llega la hora en que los gobernantes aplican recortes y deciden qué es lo que prima, todos nos remitimos a dichos prejuicios y a nuestros ombligos para quejarnos de lo que nos parece más relevante, más prioritario; pero tal vez deberíamos, más a menudo, recapacitar sobre las miradas de asombro y las curiosidades que hemos inspirado a los más jóvenes estudiantes, reflexionar cómo ualquiera de ellos puede llegar a cambiar la sociedad desde profesiones y ocupaciones que a priori no consideraríamos cruciales, solo porque las han acometido desde la inspiración y la vocación más pura y absoluta, libres de juicios de valor previos. Las sesiones de los oficios son una constante lección de humildad, del valor de la diversidad, y de la importancia de comunicar y transmitir lo que hacemos en nuestro día a día, sea lo que sea. Me parece una muy buena lección de la que dejar constancia en la que será la última entrada en el blog antes del nuevo año. Y tal vez, pueda servir como un buen propósito de año nuevo. Comenzar 2018 juzgando menos, con la mente más abierta, y valorando más todo lo que hacen las personas con las que convivimos. La sociedad avanza (a trompicones, pero avanza), y lo hace gracias a todos y cada uno de sus integrantes.

Otra lección a sumar, de cuantas nos enseñan nuestros propios hijos. 

Carlos

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