Hoy quiero compartir con vosotros una noticia. Os advierto que no es
agradable; casi seguro os producirá pena, rabia, y seguramente también
frustración. Y si no es así… probablemente la decisión de escribir lo que vais
a leer a continuación haya sido más acertada de lo que pensaba. Pero bueno,
leed la noticia, y también la carta original en la que se basa. Dejad pasar un rato, examinad bien lo que sentís y, si os apetece, reflexionemos
un poco sobre ello.
Porque hay mucho, muchísimo que reflexionar al respecto. Podríamos
extendernos páginas y páginas intentando explicar las complejidades de una
condición enmarcada en lo que conocemos como Trastornos del Espectro Autista; entrar
en la dificultad de diagnosticar y clasificar los diferentes grados de
afectación, las dificultades que entraña comprender la base biológica de estas
alteraciones, o la carencia de tratamientos y terapias totalmente efectivos
para revertirlas; hablar de la problemática que supone para los afectados y sus
familias o, incluso, de la diferenciación que en la sociedad hacemos cuando
hablamos de “trastornos”, el cómo tratamos todo aquello que se aleja de una
“normalidad” meramente basada en la estadística, en la acuñación de términos
que intentan desterrar esta idea, como “neurotipia”... Todo ello nos llevaría a
dejar de lado las cuestiones estrictamente médicas para acercarnos a un
interesante y tal vez necesario debate sobre la diversidad, la inclusión, el
respeto a la diferencia y la erradicación de los prejuicios. Todas esas ideas
sobrevuelan el texto de Patricia, que espero hayáis leído. Pero la mayoría de
los que visitáis esta página sois padres y madres de niños que van a un
centro educativo todos los días, niños que comparten horas de clase, juego,
comida y ejercicio con otros tantos niños y un buen puñado de adultos. Y estoy
seguro de que ninguno de vosotros es capaz de pensar en otra cosa que imaginar
a su propio hijo en la situación de Leo, sucio, solo… abandonado. Abandonado por sus maestros, abandonado por los
responsables del colegio, abandonado por la administración… y abandonado por
sus compañeros. Compañeros normales neurotípicos y compañeros con mayor o menor
grado de incapacidad para comunicarse. Compañeros más mayores o compañeros más
pequeños. Todos lo dejaron solo.
La intención de mis palabras no es culpar a esos niños, nada más lejos.
Pero su nula reacción ante un compañero en una situación claramente perjudicial
es lo más sintomático de toda esta historia: por más que queramos convencernos
de lo contrario, los niños no nacen siendo buenos compañeros. Si bien es cierto
que la bondad, el altruismo y la solidaridad tienen una fuerte componente
biológica (la nuestra es una especie social, para la que esos valores han
supuesto una ventaja adaptativa que ha propiciado gran parte de nuestra
evolución hacia lo que hoy somos), también somos una especie fuertemente sujeta
a condicionantes culturales. Podemos nacer más o menos buenos, egoístas, tener
una predisposición a la conducta agresiva o ser de natural mansos; pero
aprendemos a ser de otra manera. Copiamos lo que vemos alrededor, absorbemos
como esponjas lo que nuestros padres, familiares, amigos, maestras no solo nos
enseñan, sino que nos demuestran con
sus actos y actitudes. Y ahí es donde quería llegar: esos niños no han sabido,
no han podido, ayudar a otro niño.
Seguramente se habrán sentido violentados, asustados, si no indiferentes
ante un chico que de normal no habla casi, hace cosas raras. No es culpa suya. Y tampoco voy a echar culpa sobre nadie,
puesto que no conozco los detalles del caso ni de la institución (aunque me
cuesta imaginar a cualquier persona que se considere humana pasar al lado
de un niño sucio y solo, dentro de una institución educativa, sin hacer algo, lo que sea, como mínimo dar la voz
de alarma o buscar a alguien capacitado para hacerlo); podría echar la culpa,
con bastante tranquilidad, sobre la administración que propone, diseña y se
vanagloria de “gestionar” centros y aulas donde se “integra” (¿integración?
¿inclusión? alguien debería de verdad aclararnos estos términos, su alcance y
su práctica) a todo tipo de niños independientemente de sus capacidades, para
promover la diversidad y fomentar el respeto a la diferencia. Muy bonito sobre
el papel, totalmente absurdo si no existen recursos humanos y logísticos para
llevarlo a cabo. Pero la falta de recursos no puede ser una excusa, no podemos
quedarnos de brazos cruzados ante un niño abandonado a su suerte y a la soledad
sentado sobre su propia suciedad.
No me cabe en la cabeza que se necesite ser padre para identificarse con el
caso, o que, como yo, se conozca personalmente a los protagonistas de la
historia, para llevarse las manos a la cabeza ante semejante muestra de
deshumanización de nuestra sociedad. Porque Patricia, Arturo y Leo son mis
amigos. Obviamente, en estas líneas que escribo descargo mucha frustración
personal, y seguramente estaré perdiendo objetividad, pues me imagino a ese
pedazo de chico que es pura energía y cuyos ojos dicen más que las bocas de
muchos adultos perfectamente “normales”, solo y olvidado, rodeado de personas
grandes y pequeñas que no pueden, no saben, o no quieren siquiera intentar hacer
algo por él. Cualquiera de las opciones es igualmente terrible: poder, querer,
saber… pero todas pueden cambiarse. Todas pueden corregirse.
Me he preguntado muchas veces, como seguramente muchos de los que leéis
esto, para qué servía, cuál era el propósito, en qué se basaba el proyecto
llamado “Convivencia” en nuestro colegio. Hoy lo
tengo más claro que nunca. Los valores que faltan en esta historia: la empatía,
el coraje, el amor, la amistad, la solidaridad… todos ellos se pueden enseñar.
Se deben practicar. No creo que sea obvio ni fácil, ni entiendo los entresijos
del programa, ni sé con certeza si será el más eficiente para llevarlo a cabo. Pero lo que sí
está claro es que es necesario. Porque yo no quiero que mi hijo distinga entre sus compañeros. No quiero
que aprenda a mirar hacia otro lado. No quiero que la diferencia suponga para
él un motivo de separación, sino de riqueza e interés. Quiero vivir en una
ciudad donde podamos llevar la cabeza bien alta porque en nuestros colegios hay
sitio para todos, donde se priorizan los valores más humanos, aquellos que nos
permitieron salir de la sabana y dejar de valernos de dentelladas y empujones.
Hay motivos para la esperanza. Estos pequeños toques de atención (pequeños
para nosotros, no para quien los sufre) terminarán haciendo reaccionar, como
parece que empieza a suceder. Historias
como la que hoy os traigo deben servirnos para hacer saltar las alarmas, para
recordarnos que a cualquiera de nosotros nos podría haber pasado lo mismo, que
la lotería genética no hace distinciones y que ponernos en la piel de otro no
es solo necesario, sino además muy fácil. Trabajemos juntos por un colegio
donde ningún Leo se sintiera abandonado. Porque estos colegios son la sociedad
del mañana. Y francamente, si queremos que nuestros hijos vivan en una sociedad
mejor que la que tenemos en este momento, nos queda mucho por trabajar. No lo
dejemos para más tarde.
No los abandonemos.
Carlos
Carlos
ACTUALIZACIÓN: en este enlace podéis leer una segunda carta que me ha pasado Patricia, donde ella misma nos aclara muchas cosas y nos cuenta las inesperadas repercusiones de su anterior texto. Queda demostrado que contar las cosas, llamar la atención y poner el grito en el cielo es una forma bastante útil de cambiar las cosas, aunque no fuese la intención inicial...
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